CANADÁ: RUTA POR LOS PAISAJES DEL IMPRESIONANTE QUEBEC

El viaje que recorre los 1200 km que siguen los márgenes del río San Lorenzo (Saint-Laurent para los quebequeses) hasta el Atlántico permite descubrir una variedad de paisajes que quitan el aliento. El San Lorenzo divide en dos partes la provincia de Quebec, un territorio casi tres veces mayor que Francia. Por la orilla norte se encuentra la región de Charlevoix con sus montañas Laurentinas, sus numerosos lagos, bosques y la infinita tundra que llega hasta la Bahía de Hudson. En la orilla sur la península de Gaspé se prolonga como un brazo que se adentra en el Atlántico. En las riberas del San Lorenzo viven la gran mayoría de los casi nueve millones de habitantes de la provincia.

CIUDAD DE QUEBEC, EL PUNTO DE PARTIDA

La ciudad de Quebec, fundada por el navegador Samuel de Champlain en 1608, es el corazón de la francofonia de todo un continente. Declarada Patrimonio de la Humanidad en 1985, su casco antiguo recuerda los pueblos de Normandía o Bretaña por sus calles estrechas, flanqueadas de acogedores restaurantes y comercios. Desde el mirador Terrasse Dufferin es posible hacerse una composición de la ciudad. Allá se erige el Château Frontenac, donde entre agosto de 1943 y septiembre del 1944 los aliados, encabezados por Churchill y Roosevelt, planearon las últimas ofensivas de la Segunda Guerra Mundial.

EL CORAZÓN DE LA CULTURA FRANCESA

Se ven también las fortificaciones de La Citadelle, el convento de las ursulinas y el seminario Saint-Joseph, ambos del siglo XVIII. Sobre los tejados se distinguen la catedral de Notre Dame y el Parlamento o Assemblée Nationale. En el lado opuesto destaca la gran mancha verde del Parc des Champs-de-Bataille, escenario en 1759 de una batalla entre ingleses y franceses. Fuera de las murallas que circundan el casco viejo se extiende la Ciudad Baja, con su Rue du Petit-Champlain, cuajada de boutiques y cafés encantadores, y la Place Royale, epicentro de la cultura francesa en Norteamérica.

DE CATARATA EN CATARATA

Animados por el aire fresco casi otoñal de septiembre, salimos rumbo hacia el este en busca de la carretera 138, que sigue la orilla norte del río San Lorenzo. Pero, primero, tomamos la Côte du Pont para alcanzar las magníficas Chutes de Montmorency. Con sus 83 m de altura, estas cataratas superan las del Niágara por 30 metros. Después de contemplar el salto desde abajo, un funicular nos deposita a pocos metros del puente suspendido que sobrevuela las cataratas entre un rugido ensordecedor. Y no son las únicas. Alrededor de la ciudad de Quebec se pueden visitar muchas otras cataratas, como las de Chaudière, las del fabuloso cañón Sainte-Anne, las de Jean-Larose, las de Delaney y las de Kabir Kouba. Estos saltos pueden ser el objetivo de un paseo o el inicio de largas caminatas a través de densos bosques de árboles caducifolios.

LA PINTORESCA ISLA DE ORLEANS

A pocos kilómetros de Montmorency, un puente une la orilla sur del San Lorenzo con la pequeña isla de Orleans. Una leyenda dice que Jacques Cartier, el navegante francés que descubrió la región en 1534, la llamó Isla de Baco, el dios del vino, por la abundancia de pequeñas frutas oscuras que le parecieron uvas y que en realidad eran arándanos. Atravesamos el puente y nos encontramos en medio de un paisaje silencioso, bucólico, con casitas de techo rojo y puertas azules o amarillas rodeadas de bosque, minúsculas galerías de arte y negocios de artesanía de madera, cerámica y metal en lugares donde uno menos se lo espera. 

CHEMIN DU ROY, ENTRE ALMACENES

El Chemin du Roy, el histórico camino que unía Quebec y Montreal, circula paralelo a la carretera 138. Junto a su sinuoso trazado se levantan pequeñas haciendas que conservan las demarcaciones estrechas y alargadas del siglo XVII, cuando las propiedades tenían acceso a la orilla del San Lorenzo para así transportar las mercancías hasta la ciudad de Quebec. Aún se ven los viejos hornos públicos, así como los almacenes usados antiguamente para guardar mercancías. En la panadería Chez Marie merendamos pan cocido en un horno al aire libre, untado con mantequilla y jarabe de arce. Este sirope dulce y pegajoso se extrae del árbol cuya hoja decora la bandera de Canadá. Su origen se remonta a la tradición indígena de hervir la resina que se extraía del tronco del arce durante la primavera. Hoy, más mecanizado, se requieren 40 litros de resina para producir un litro de jarabe. Se pueden visitar algunas fábricas en las afueras de Quebec y Montréal.

EL CENTRO DEL CATOLICISMO CANADIENSE

El viaje continúa por el angosto Chemin du Roy hasta encontrarnos de repente frente a un extenso descampado con un amplio estacionamiento situado junto a una iglesia de aspecto imponente. Su construcción muy poco tiene que ver con la semidespoblada naturaleza que la rodea. Se trata del bellísimo santuario y basílica Sainte-Anne-de-Beaupré, uno de los lugares más sagrados y venerados de todo el Canadá católico. 

Dedicado a la madre de la Virgen María, este santuario fue construido originalmente en el siglo XVII por iniciativa de unos marineros que, en 1650, sobrevivieron a una temible tormenta que hizo naufragar su embarcación en el río San Lorenzo. Los supervivientes consiguieron alcanzar la orilla después de haber rezado a santa Ana, a la que más tarde le dedicaron una capilla en ese mismo lugar. Desde 1876, santa Ana es la patrona de la provincia de Quebec y la neorrománica iglesia recibe anualmente a más de 800.000 fieles de toda Norteamérica. La basílica fue terminada en los años 1920 y guarda el húmero del brazo de la santa, una reliquia donada por el papa Juan XXIII en 1960.

Junto al santuario de Sainte-Anne-de-Beaupré hay una atracción muy original: el Cyclorama de Jerusalén. Con 14 m de altura y 110 de circunferencia, es el segundo mayor ciclorama de pinturas del mundo, después del de Moscú. Presenta paneles muy detallados sobre los últimos tres días de la pasión de Cristo. Las pinturas panorámicas fueron realizadas entre 1878 y 1882 en Múnich, se transportaron hasta Sainte-Anne y allí se alojaron en un edificio construido expresamente para exhibirlas.

CHARLEVOIX, PAISAJES Y MÁS PAISAJES

Continuando hacia el este, tomamos de nuevo la carretera 138,  que ahora forma parte de un largo trecho que se conoce como Costa de Charlevoix. Desde Sainte-Anne-de-Beaupré hasta el fiordo de Saguenay, discurren 200 km que la Unesco declaró Reserva de la Biosfera por sus extensos bosques boreales, que alcanzan el Océano Atlántico y la separan de la interminable tundra del norte.

Charlevoix atesora una rica variedad de flores silvestres y de árboles de hoja caduca y perenne bajo cuyo dosel se refugian ciervos, zorros, alces y osos negros, que se acercan con frecuencia a la carretera. Esta zona también sorprende con obras de ingeniería natural construidas por los castores, un animal que se ha convertido en otro símbolo de Canadá. Estos roedores acuáticos construyen sus hogares en los arroyos formando verdaderas presas de madera que afectan el curso del agua.

PASEO ENTRE PUEBLOS Y PARQUES NATURALES

Charlevoix abarca sutiles valles delimitados por acantilados que parecen haber surgido para proteger las poblaciones asentadas junto al río. Uno de estos pueblos es el encantador Baie-Saint-Paul, cuyas calles están flanqueadas por casitas de arquitectura colonial. Apenas unos 35 km al norte se halla el Parc des Grands Jardins, una reserva natural repleta de lagos cristalinos y oscuros bosques de taiga, donde se ven manadas de caribús. Las colinas del parque están surcadas por senderos que permiten realizar caminatas de distinta duración. Arroyo abajo, se localiza la minúscula y tranquila Isle-aux-Coudres, un islote sembrado de pequeñas granjas y un molino. El otro parque nacional de Charlevoix, el de Hautes-Gorges-de-la-Rivière-Malbaie, es un paraíso de lagos, ríos tranquilos y otros de aguas bravas donde se practica la canoa, el kayak, la bicicleta de montaña y el senderismo.

TADOUSSAC Y SUS DOS RÍOS

De vuelta a la carretera 138 rumbo este, se percibe cómo el cauce del San Lorenzo se va ensanchando cada vez más: un aviso de su próxima confluencia con las aguas del Atlántico. Al entrar en el pueblo de Tadoussac, la orilla sur apenas se distingue. Esta hermosa localidad nació como un centro del comercio francés de pieles hace algo más de 200 años, pero antes fue un asentamiento indígena. Hoy en día Tadoussac se ha convertido en una de las etapas más destacadas en las rutas que recorren la región.

Aparte de la belleza natural del paraje, con sus extensos acantilados e imponentes dunas, los alrededores de Tadoussac albergan un enclave magnífico: el estuario donde confluyen los ríos San Lorenzo y Saguenay. Esta mezcla de aguas ricas en nutrientes –frías las del Saguenay y más cálidas las del San Lorenzo– congrega numerosas ballenas entre los meses de mayo y octubre, cuando acuden para alimentarse y para aparearse. Durante todo el verano y el otoño, del puerto de Tadoussac zarpan barcos a diario para avistar desde ballenas jorobadas hasta azules, así como varias especies de delfines. Otra opción consiste en realizar una salida a bordo de una lancha zódiac o en kayak.

FIORDOS Y BALLENAS

El río Saguenay fluye por el fiordo más al sur de toda Norteamérica. Se formó a finales de la última glaciación, hace más de 10.000 años, cuando la presión del hielo labró una brecha enorme sobre la gran masa rocosa. El fiordo destaca por sus aguas oscuras, de hasta 300 m de profundidad, que avanzan unos 155 km entre acantilados de casi 300 m de altura. Debido a estas dimensiones, cruceros de porte oceánico penetran río adentro hasta el pequeño municipio de La Baie.

Igual que los cruceros, nosotros nos proponemos remontar el río Saguenay hasta el lago St-Jean para disfrutar del bello paisaje que discurre por las márgenes, intentando descubrir si alguna ballena se ha animado a dejar el cauce del San Lorenzo por el del Saguenay. En la orilla occidental se asoma el Cap-Trinité, un acantilado de 320 m desde donde se disfruta de una maravillosa vista sobre el fiordo. Poco después de dejar La Baie, a 25 km hacia el interior, aparece la mayor ciudad de toda la región del Saguenay, Chicoutimi. Este centro urbano, con una población que supera los 100.000 habitantes, fue siempre conocido por sus industrias papeleras. Hoy tiene un centro histórico completamente restaurado con múltiples atractivos para el turismo.

UN LAGO POLIVALENTE

Con sus 230 km de perímetro, el Lac St-Jean es un destino estival muy popular entre los habitantes de las ciudades de Quebec y Montreal. Constituye un verdadero oasis de tranquilidad, agazapado bajo los enormes bosques de abetos que cubren todo el centro de la provincia. Pequeños pueblos como Chambord y varias playas circundan este lago de aproximadamente 1000 km2, instalado en un antiguo cráter que alimentan múltiples arroyos antes de desaguar en el Saguenay. 

El lago St-Jean es perfecto para nadar, acampar en sus playas y dar largos paseos junto a sus orillas. A lo largo de todo el año acoge diversos festivales, especialmente en verano, como en el que tiene lugar en el pueblo de Dolbeau, con rodeos al más puro estilo del Oeste. Coincidir con uno de esos festivales veraniegos ofrece la oportunidad de conocer la artesanía de la región, aunque también se puede ver en Mashteuiatsch y en Pointe-Bleu. Otro enclave hermoso del entorno del Lac St-Jean es Roberval y el Village Historique Val-Jalbert, un verdadero museo al aire libre situado a poca distancia de la catarata Ouiatchouan, con un salto de agua que se desploma desde una altura de 70 m.

EL ARCHIPIÉLAGO DE LOS PINÁCULOS

Continuamos nuestro viaje hacia el este por la orilla norte del San Lorenzo. En este largo litoral, dos ciudades reúnen la mayoría de los servicios: Baie Comeau y Sept-Îles. La primera basa su economía en la fabricación de papel y en la estación hidroeléctrica más importante de la región. Sept-Îles cuenta con el segundo puerto con más actividad mercantil del país. Ambas ciudades tienen su propio atractivo y están rodeadas por una naturaleza exuberante de bosques y pequeños lagos.

La carretera 138 aún continúa más allá, atravesando aldeas que se reflejan en el río y ofrecen vistas del Parque Nacional del Archipiélago Mingan, con sus más de mil islas e islotes desperdigados por el golfo del San Lorenzo. Este parque, accesible desde Havre St.-Pierre, se ha convertido en una meca para los aficionados al senderismo y la canoa, sobre todo por las posibilidades que hay de observar fauna y de alcanzar rincones con formaciones calcáreas, auténticas esculturas que parecen surgir del agua. En este ecosistema de pequeñas bahías y calas rocosas encuentran refugio frailecillos, charranes y varias especies de gaviotas, también colonias de focas grises y ballenas que remontan el San Lorenzo.

Aparte de por su flora y fauna, el archipiélago de Mingan destaca por albergar el mayor agrupamiento de pináculos rocosos de todo Canadá. De piedra caliza y tallados durante siglos de erosión por el océano y el viento, sorprenden por sus dimensiones. Los más famosos se llaman Flowerpot (floreros), pues hierbas y pequeños arbustos crecen en sus pequeñas cimas.

LA GASPÉSIE, BOSQUE Y ACANTILADOS

Desde Sept-Îles, un ferry traslada en una hora y media a Matane, inicio del recorrido por la hermosa península de La Gaspésie. Este territorio que se adentra en el golfo del río San Lorenzo está tapizado por más de 800 km2 de bosques y su costa está bordeada por acantilados que en algunos puntos superan los 500 m de altura. Las montañas Chic-Choc, de hasta 1300 m de altitud, están surcadas por senderos variados e interesantes. La carretera 132 recorre todo el litoral y permite conocer varios parques naturales y localidades de cultura acadiana. Descendientes de los colonos franceses que fueron expulsados de los territorios británicos en 1755, los acadianos están emparentados con los cajunes de Luisiana y, como aquellos, hablan un particular dialecto del francés.

DE PUEBLOS VA LA COSA

El pueblo de Bonaventure es el corazón de la cultura acadiana. Aparece en la ruta por la costa, que también pasa por localidades pesqueras desde siglo XVIII, granjas productoras de frutas, jardines exóticos y parques. En Grand Métis, por ejemplo, hay uno de los jardines más hermosos de todo el país, con más de 3000 especies de plantas. El perfil de Cap Chat lo dominan los modernos molinos de viento. Y Sainte-Anne-des-Monts es el principal acceso a la reserva faunística de Chic-Choc, un espacio tapizado de bosques en los que habitan osos –que pueden cazarse– y lagos con abundante pesca.

Carleton-sur-Mer, fundada en el 1765 por los acadianos, es un pueblo muy tranquilo con algunos hoteles que invitan a disfrutar de esta costa. En Mont Saint-Pierre se puede vivir la emoción de volar en ala delta. En el Parque Nacional de Forillon las montañas Apalaches se precipitan al océano en vertiginosos acantilados. Desde el parque se pueden hacer paseos en barco o rutas en kayak de mar, e incluso practicar buceo.

EL BROCHE DE ORO

La carretera nos conduce hasta el icono de La Gaspésie: la Roca Percé o Rocher Percé. Esta mole pétrea emerge como un gigantesco navío frente al pequeño pueblo de Percé, al que está unido por una estrecha lengua de tierra. Miles de años de erosión a causa del viento y del oleaje excavaron un enorme arco natural en la roca y la convirtieron en un atractivo para artistas y turistas desde los años 1930. Los barcos que navegan en torno al Rocher Percé descubren una colonia de focas grises y se dirigen luego a la isla de St-Bonaventure, cuyos acantilados y playas son el hogar de más de 100.000 alcatraces atlánticos. 

La bahía de Chaleur y los fósiles con 380 millones de años del Parque Nacional de Miguasha ponen el final perfecto a este viaje por las maravillas naturales de Quebec.

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