KAILAS
El pico más sagrado de Asia, jamás escalado, considerado el pilar y el centro del mandala del mundo, se alza al sudoeste del Tíbet. Sobre su cima se sienta Shiva, que ha llegado por las escaleras visibles en la roca en forma de rayas horizontales.
Desde hace siglos, el Tíbet fascina a los occidentales. En el país más elevado del mundo, oculto tras la más formidable cordillera, los monjes destilan sapiencia y paz refugiados en templos que parecen gemas.
Cuando el viajero llega a Lhasa, estira el cuello por la ventanilla del coche intentando localizar cuanto antes el Potala, el símbolo sin discusión del Tíbet. En el momento en que la visión se produce, una oleada de emoción le recorre el cuerpo. El palacio, blanco como la nieve y rojo como la arcilla, parece un ente orgánico al que le hubiera brotado una roca a los pies, en lugar de un edificio que se halla construido sobre una colina. Resplandece como un faro, lo que es en realidad. La luz que guía a los miles de peregrinos que cada año llegan para realizar círculos en torno a él y llorar por el exilio de su morador, el Dalái Lama.
Antes de adentrarse en el laberinto de estancias y capillas, para tener la mejor visión del Potala vale la pena resoplar durante quince minutos y subir lo que solo es un montículo frente a la fachada sur, pero que el mapa nos señala como cima de un monte llamado Chigpo Ri. Está a 3756 m de altitud, lo que en Lhasa significa, únicamente, cien metros por encima del resto de la capital tibetana. Conviene acudir a primera hora de la mañana, cuando el sol da de lleno sobre el palacio y lo dora, reforzando su imagen de presea. Desde allí, formando un triángulo sobre el plano urbano, se ven las otras dos joyas de Lhasa: el Jokhang, a la derecha, y el Norbulingka, a la izquierda.
EL POTALA, EL ANTIGUO PALACIO DEL DALÁI LAMA
El Potala es un dédalo de habitacioncitas, capillas y escaleras, pasillos que forman ángulos cerrados y bastante penumbra. El edificio se divide en dos partes bien diferenciadas: el Palacio Blanco contiene las cámaras donde vivía el Dalái Lama, el salón del trono, las estancias para las recepciones de enviados extranjeros, el espacio de meditación…
En lo más alto está el Palacio Rojo, con finalidades religiosas. Alberga multitud de capillas repletas de estatuillas de budas, thangkas pintadas sobre seda, mandalas dibujados en planchas de madera, símbolos auspiciosos en los cortinajes, deidades, dragones y animales míticos poblando las paredes. No se ha extinguido del todo el olor del humo y la mantequilla de yak de las lamparillas que ardieron durante siglos, pero el potencial peligro de incendio ha erradicado las velas.
Al salir de la visita, el viajero tropieza con un desaliñado ejército de peregrinos llegados de todo el universo budista. Realizan la kora o peregrinaje circular en torno al palacio para cerrar su devoto viaje. Y frente a la fachada principal, ignorando el tráfico y la vida moderna, los más conmovidos realizan innúmeras postraciones ante la maravillosa mansión.
EL TEMPLO JOKANG Y EL MERCADO BARKHOR
Al más sagrado de los templos de todo el Tíbet, el Jokhang, se llega caminando hacia el este por las insulsas avenidas diseñadas por el gobierno chino, con las montañas siempre cerrando el horizonte norte y el río Lhasa (o Kiu Chu) acompañando por el sur. Antes hay que cruzar el barullo del mercado Barkhor, un zoco al aire libre donde joyas, objetos de carácter religioso y montañero, ropa, zapatos y material para las ofrendas se vende a cualquiera que quiera distraer unos yuanes de su cartera.
Aquí sí que las lamparillas de aceite arden por millares, creando una atmósfera sofocante y neblinosa. El olor de la mantequilla, uno de los aromas que distinguen los centros de oración tibetanos, llena el aire. La devoción de quienes acuden es reconcentrada, los visitantes prácticamente están absorbidos por la comunión con ese oratorio que ya funcionaba como tal a principios del siglo VII. En la terraza se tiene el encuentro con uno de los símbolos más conocidos de Lhasa: dos cervatillos dorados escoltan la Rueda de la Vida.
EL IMPACTO CHINO
Aunque resulte paradójico, los tibetanos viven agrupados en franca minoría en este barrio y representan menos del 4% de la población actual de la ciudad. Los avatares políticos de las últimas décadas y el aislamiento roto por la llegada del tren desde Pekín han dejado un desequilibrio demográfico abrumador. Para ver a tibetanos en sus quehaceres cotidianos en la capital del Tíbet hay que moverse por las callejas situadas entre el mercado Tromsikhang y la avenida Lingkhor Shar Lam.
Desandar los propios pasos y entrar en el Norbulingka permite cerrar el triángulo de las alhajas arquitectónicas de Lhasa. La antigua residencia estival del Dalái Lama, envuelta en jardines, merece la visita, pese a la desgana con que la conservan las autoridades chinas.
Lhasa se abandona con una pena inexpresable, el viajero se sabe privilegiado por haber estado en uno de los más hechizantes lugares del planeta e ignora cuándo regresará. Pero las maravillas que le irán saliendo al paso convertirán en fugaz la aflicción.
EL LAGO ESCORPIÓN
Rumbo oeste, a tan solo 100 km de Lhasa, está el Yamdrok Tso. Es un lago conocido como El Escorpión, pues su silueta dibuja a ese animal con el aguijón levantado y armado de las características pinzas. Al coronar el paso de montaña del Kamba La (4794 m) se aprecia que el sobrenombre es indiscutible. Como lo es el color intensamente turquesa de sus aguas. Para los lamas ese líquido no puede ser más transparente, pues en sus profundidades ven dónde se halla la reencarnación del Dalái Lama cuando este muere. Por sus cualidades adivinatorias, es uno de los lagos más sagrados del Tíbet.
Hay que dejar momentáneamente la carretera troncal que recorre todo el sur del país para desviarse hacia Gyantse. Allí, calladamente, se alza una construcción religiosa que compite en belleza con los portentos de Lhasa. El Kumbum es una torre de 35 m de altura, el chorten más formidable del país, tal vez del mundo. Reproduce la estructura de un mandala y su nombre significa «100.000 imágenes». Y a fe que las hay, rellenando cada centímetro de sus paredes, marcos, puertas, aleros, zaguanes. En el séptimo nivel, los ojos del Buda lo escudriñan todo hacia los cuatro puntos cardinales. Un parasol dorado corona el edificio.
Saciados de espíritu, quienes deseen retar a la ley de evitación del deseo, que es el espinazo del budismo, pueden regatear una alfombra de lana en el mercado. Las más bellas de todo el Tíbet se tejen aquí.