VIAJE A CANTABRIA EN 23 PRECIOSOS DESCUBRIMIENTOS

Final del crepúsculo. Sentados en el acantilado, entre el faro de Cabo Mayor y la playa de Mataleñas, se ve desaparecer el horizonte mientras las aguas, en calma, arden en pequeñas llamas que se balancean. Son los barcos fondeados que encienden sus luces como antaño se prendían cirios para ahuyentar a los nuberus, númenes portadores de bardas y galernas. Pero esta noche, al abrigo de los vientos de poniente, Santander retoza bajo la luna acunada por las olas frente a las arenas del Puntal y del estuario del Miera.

Al amanecer, la urbe se despereza. Los mástiles de los veleros atracados en Puertochico se bambolean suavemente y hacen tintinear las vergas al ser golpeadas por las drizas. Los madrugadores han desplegado el velamen y salen a navegar. Algunos, más atrevidos, encaran la proa hacia la bocana, enfilan hacia mar abierto y dejan a babor la península de la Magdalena, cuyo ecléctico palacio fue antaño residencia real y hoy es sede universitaria. Otros prefieren el abrazo de las riberas, conscientes del privilegio que supone contar con el amparo de una bahía que engalana la ciudad y sirve de escuela a los amantes del mar.

LA SANTANDER DE AYER…

Pero Santander también mira hacia la montaña, hacia los márgenes elevados que arañan el cielo y que la pueblan de tradiciones alumbradas tierra adentro pero refractadas con un prisma de porvenires. No hace tanto que Santander tuvo que reinventarse. En 1941 un atroz incendio devoró el centro histórico. El paseo Pereda fue de las pocas calles que se salvaron. En la reconstrucción se recuperaron algunos edificios que habían quedado en pie, como el de Correos, de estilo regionalista montañés, el Banco de España, la catedral o la renacentista iglesia de La Compañía. El resto fue derribado. En su lugar, se trasplantó un corazón de nueva planta en torno a la clasicista plaza Porticada, surgiendo un conjunto arquitectónico comercial y residencial de alma difusa por el que vagamos desde el recuerdo.

…LA DE HOY…

En esta doble dualidad de piélago y tierra, de ayeres y mañanas, Santander ha recuperado su pulso para combinar el voladizo futurista del Centro de Arte Botín con la arboleda de los Jardines de Pereda, las curvas orgánicas del Palacio de Deportes con la hechura gótica de la catedral de la Asunción, o los refinados miradores decimonónicos del paseo marítimo con esculturas contemporáneas como la del poeta José Hierro o la de los Raqueros, niños de la miseria que se zambullían en busca de las monedas que les arrojaban desde el muelle.

…Y LA DE LA BELLE ÉPOQUE

Tras callejear, el mar nos devuelve la luz en el esplendor de El Sardinero. Nos esperan sus dos playas divididas por los jardines de Piquío. Los parterres, la pérgola, las palmeras y tamariscos retrotraen a los años de la belle époque, cuando Santander se convirtió en ciudad balnearia frecuentada por la realeza y la alta burguesía. Es fácil dejar volar la imaginación frente al Gran Casino, las señoriales casas de la avenida Pérez Galdós o el majestuoso Hotel Real. En su solemne y aristocrática elegancia, Santander vive una modernidad pausada y sin estridencias. Es por ello epítome y puerta de un solar orgulloso de extracción antigua, profunda, periférica y costanera, siempre con un pie en tierra propia y con otro, a menudo, en tierra ajena

RUMBO (COSTERO) AL CONFÍN ORIENTAL

Cantabria es un empacho de mar y de montaña, de naturaleza, arte y caminos, pero que, lejos de hacernos llegar al hartazgo, provoca el ansia, la necesidad de dar un paso más para descubrir una nueva cala, un nuevo valle, una nueva aldea, una nueva cima por donde dejar volar los sentidos. Nuestro primer deseo es la costa, modelada a golpe de ola por un mare tenebrosum (mar de las tinieblas, como se denominaba al Atlántico en la Edad Media) al que los romanos dieron el nombre de las gentes que la poblaban. Hendida y abrupta, forma una escabrosa e intensa línea fracturada por innumerables calas y arañada por rías que construyen ensenadas y acumulan arenales.

En el extremo oriental, Castro Urdiales intuye desde su castillo la playa de Oriñón y sus cantiles calcáreos. Ascendemos caminando entre una fantasía kárstica hasta los Ojos del Diablo. Los dos grandes agujeros horadados en lo alto del despeñadero muestran el confín de la senda líquida hacia lugares lejanos. Mientras, a nuestros pies, la playa de Sonabia y las encinas que trepan entre los roquedos nos recuerdan que las raíces permanecen firmes.

DE LAREDO A LAS MARISMAS DE SANTOÑA

Siguiendo hacia el oeste, la punta de flecha de la inmensa playa de Laredo nos dirige directamente al monte Buciero, en cuya falda se halla Santoña. Sus marismas, parque natural, son el humedal más importante del norte peninsular, espacio cardinal en la migración de miles de aves y un enclave privilegiado para su observación.

EL FARO SOBRE EL ACANTILADO

Apenas a 4 km, encontramos uno de los paisajes más sorprendentes, el faro del Caballo al pie de 763 escalones. Pueden evitarse yendo en barco, pero nada hay comparable a llegar andando desde las alturas y retornar remando en kayak. Quedaremos inmersos en el degradado de índigo a turquesa de las aguas, que juegan con el gris de la roca cuando es asaltada por el verde de los árboles en la verticalidad del acantilado.

UN REINVENTADO ICONO POP

Alcanzamos el extremo más septentrional, el cabo de Ajo, barbacana de una muralla que no quiere rendirse. Su faro, que guía a los marineros desde 1930, ha sustituido el blanco de su cuerpo por el caleidoscopio sensorial de Okuda San Miguel, artista urbano de policromías geométricas. Pero es la roca batida por las tormentas la que nos sigue sorprendiendo cuando llegamos a La Ojerada, cavidad salpicada de pequeños bufones que forma una gran ventana elíptica de perfiles irregulares, perfecta para enmarcar un atardecer.

UN LITORAL ESCULTÓRICO (Y QUEBRADO)

Al oeste, desde la capital hasta Suances, se extiende la Costa Quebrada, declarada parque geológico. Casi puede sentirse el lento pero feroz combate entre dos colosos: el océano, que rompe y arrastra, y la tierra firme, que retrocede. Fuerza y paciencia se alían con el agua para que la superficie colapse formando oquedades como el inmenso bufón de Liencres; o para que el suelo desaparezca tragado por el mar dejando como testigos los urros, alineación de islotes que demarcan el antiguo límite de la costa y que forman un paisaje increíble entre las playas de La Arnia, Portío y Somocuevas. O para que las corrientes se encuentren y rolen creando tómbolos de arena salidos de un sueño, como en la playa de Covachos.

LIENCRES ENTRE DUNAS Y SUFEROS

No muy lejos, el río Pas se transforma en la ría de Mogro y, en su desembocadura, forma un extenso complejo dunar en el que la arena aparece y desaparece al arbitrio de pleamares y bajamares. En la orilla derecha se extiende el Parque Natural de las Dunas de Liencres con dos preciosas playas, la elevada barra de Valdearenas y la surfera Canallave.

CABÁRCENO: DE MINA A PARQUE DE LA NATURALEZA

En nuestra derrota al oeste se imponen al menos cuatro escapadas al interior más cercano. La primera al Parque de la Naturaleza de Cabárceno, una antigua explotación minera reconvertida en espacio de divulgación naturalista y en la que viven 120 especies animales de todo el mundo en condiciones de semilibertad.

SANTILLANA DE MAR… Y DE SARTRE

La segunda escapada es a Santillana del Mar. El Autodidacto, el personaje de La náusea de Sartre, dice de ella que es la ciudad más hermosa de España. No seremos nosotros quienes enmendemos la plana a Jean-Paul, porque si una localidad puede llevar el adjetivo de bella, esta es Santillana. Sus calles empedradas, la colegiata románica de claustro encantador, la treintena de casas solariegas que cabalgan entre los siglos xv y xviii, las alturas que la circundan…

LA CAPILLA SIXTINA DE LA PREHISTORIA

La tercera escapada es a Altamira, muestra sobresaliente de pintura parietal paleolítica por la calidad de su factura, su sentido artístico y su conservación. Las visitas a las cuevas originales están muy restringidas, pero las reproducciones de la Neocueva reflejan muy bien su significado e importancia.

EL BOSQUE DE SECUOYAS GIGANTESCO

Y la cuarta escapada al interior nos conduce al Monumento Natural de las Secuoyas del Monte Cabezón. Plantadas en 1940 como proyecto experimental de explotación maderera, forman hoy un bosque singular de troncos rojizos y ejemplares que superan los 40 m de alto.

COMILLAS, LA MODERNISTA

Regresamos a la costa en Comillas, donde Gaudí tuvo un Capricho en la Villa Quijano. Su creatividad se desplegó en un cóctel de influjos orientales que se plasmaron en la travesura de un recreo exótico. A Gaudí se unen otros arquitectos, como el historicista Joan Martorell, responsable del neogótico Palacio de Sobrellano, y, sobre todo, Lluís Domènech i Montaner, artífice de obras como el cementerio, la antigua Universidad Pontificia o la fuente de los Tres Caños. Comillas enarbola el modernismo como bandera, pero no olvidemos su rico patrimonio de otras épocas y estilos, como la Torre de la Vega, su minúsculo puerto ballenero, sus palacios…

MAR Y MONTAÑA EN SAN VICENTE DE LA BARQUERA

La frontera con Asturias está muy próxima. Lo anuncian las ondulaciones del Parque Natural de Oyambre, las tablas de surf en la playa y el barrio alto de San Vicente de la Barquera. Su castillo sigue vigilando el puerto mientras el gótico de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles otea el perfil agreste de los Picos de Europa. La adorable playa de Berellín nos invita a quedarnos, pero hemos de despedirnos de la costa. Y lo hacemos en Pechón, dejando nuestras huellas sobre el dorado tómbolo de la playa de Amio.

UN UNIVERSO BAJO TIERRA

Viramos el rumbo hacia el sur para adentrarnos en los secretos de una Cantabria montaraz que trasmuta por completo su fisonomía en relieve rebelde. Su piel se arruga y brotan aristas y bosques, ríos que excavan gargantas y caseríos donde la madera de la arquitectura popular montañesa convive con la piedra de antañonas casas-torre. Pero primero descendamos a las entrañas, porque una geografía caliza abre muchas cuevas. Algunas muestran pinturas y grabados de pobladores prehistóricos que representaron una cosmogonía aún por descifrar. Otras sorprenden con formaciones geológicas de una belleza loca que nos demostrará, una vez más, que la naturaleza puede superar cualquier expresión artística.

En El Soplao las protagonistas son las estalactitas y estalagmitas que, como púas, se erizan en todas direcciones desafiando las leyes de la gravedad. Su densidad es tal y sus formas tan insólitas y delicadas, que parecen obra de una bruja extravagante que hubiera ido pellizcando las paredes.

En las proximidades de El Soplao, la cueva del Moro Chufín es un lienzo para caballos, uros, geometrías varias y hasta una figura femenina, como lo son a su vez El Castillo en Puente Viesgo, Hornos de la Peña en San Felices de Buelna, El Pendo en Escobedo de Camargo o Covalanas en Ramales de la Victoria. Y solo por citar algunas aparte de Altamira, todas ellas declaradas en conjunto Patrimonio Mundial.

BORDEANDO EL RÍO DEVA

En Puentenansa tomamos una de las carreteras más atractivas de Cantabria. Nos recibe la bucólica estampa de Obeso marcada por su contundente y desnuda torre defensiva. La vía discurre por parajes que hacen vivir un idilio con el paisaje. Nos detenemos en Lafuente para reposar junto a la iglesia románica de Santa Juliana y continuamos hasta que la respiración se corta abrumados por la atracción feroz del vértigo.

Hemos llegado al mirador de Santa Catalina y ante nosotros se abre el desfiladero de La Hermida. El tajo sobre el río Deva parece inverosímil, con paredes de 600 m y una longitud de 21 km. Casi en éxtasis agradecemos a Mater Deva, diosa de los ríos celtas, su pertinaz trabajo durante miles de años para regalarnos semejante visión. Una vez en el pueblo de La Hermida, la emoción se relaja en las aguas termales del balneario o, más barato e informal, en las surgencias que nacen bajo el puente.

Y DE REPENTE, LOS PICOS DE EUROPA

Entramos en la comarca de Liébana bordeando los Picos de Europa, «ese lugar del globo en el que los huesos del mundo rompieron su piel y se quedaron fuera» como escribió el montañero Toño Odriozola, principal promotor del teleférico de Fuente Dé. Sus palabras nos acompañan en el ascenso a la estación superior, a 1823 m, en mitad de un espacio de cumbres donde uno duda entre sentirse pequeño o dueño del mundo. Allá abajo están Potes con su Torre del Infantado y el delicioso pueblo de Mogrovejo desafiando farallones.

EL CENOBIO DEL APOCALIPSIS

Y a tiro de piedra se halla el monasterio de Santo Toribio, donde el Beato de Liébana realizó en el año 776 su Commentarium in Apocalyipsin. El cenobio es la etapa final del Camino Lebaniego, que parte de San Vicente de la Barquera en peregrinaje a la reliquia de Lignum Crucis más grande reconocida por la Iglesia. Su recorrido enlaza el Camino de Santiago del Norte con el Francés a través de la ruta Valdiniense.

TUDANCA TRAS LA HUELLA DE COSSÍO

Ascendemos a Peña Sagra entre túneles de hayas y robles que se abren al cielo cuando ganamos altura. Los miradores del Jabalí y del Zorro expanden la vista sobre las montañas antes de hundirse en la hoz de Bejo. El río Nansa ha conseguido que los rayos del sol tengan dificultades para penetrar entre sus paredes, y la carretera, regada de curvas y pendientes, es, como la definió José María Cossío, «valiente», «labrada a lomos de los montes» y «asomada al río que se despeña a enorme profundidad entre cudones y espumas». El cóncavo paramento de la presa de Cohila no hace sino acrecentar el dramatismo de unas paredes desgarradas a golpe de gigante y escalonadas por una vegetación suicida.

La memoria de Cossío nos espera en su casona de Tudanca. Por las calles del pueblo se respira el eco de literaturas que encontraron refugio entre las paredes de aquella casa. Las de Lorca y Unamuno, la de Gerardo Diego y la de Alberti, quien compuso en ella gran parte de Sobre los Ángeles. Incluso la de quien no llegó a ir, Miguel Hernández, encarcelado justo tras aceptar la invitación de llegar a aquellos valles para escribir. Y nos espera también José María Pereda, porque estamos en las tierras de Peñas Arriba, cuyo realismo costumbrista retrató la sociedad montañesa de finales del xix.

EL POPULAR ENCANTO DE BÁRCENA MAYOR

Entramos en el valle de Cabuérniga por Carmona, con sus balconadas de madera, el palacio de los Díaz Cossío y Mier, y un ambiente rural y tranquilo. Contrasta con el ajetreo de Bárcena Mayor, un pueblo montañés, cuidado hasta el mínimo detalle para que nada desentone. Resulta casi un museo etnográfico de belleza cautivadora. Es la única población dentro del Parque Natural Saja-Besaya. Sus bosques autóctonos y pastizales, sus lomas y valles ofrecen múltiples posibilidades para el senderismo. Al sur, en la comarca de Campoo, la Meseta se hace cada vez más presente. Aquí nace el Ebro, en Fontibre, y aquí se embalsa por primera vez, entre restos del pasado como el castillo de Argüeso, la ciudad romana de Julióbriga y las ruinas cántabro-romanas de Camesa-Rebolledo.

SIGUIENDO EL CAUCE DEL RÍO PAS

Más al este, los valles pasiegos aguardan emboscados entre las edades del tiempo. Una orografía complicada favoreció el aislamiento de sus gentes, que crearon un peculiar estilo de vida y una cultura propia. Las cosas han cambiado. Las familias ya no suben en verano a las cabañas de los pastos altos a trashumar el ganado y muchas han sido acondicionadas como viviendas y alojamientos rurales. Pero todavía queda una identidad celosamente guardada y unos paisajes que siguen siendo lo que eran, una explosión de verdor que esconde secretos entre veredas sinuosas, rincones recónditos y tejados de lajas sobre una pradera o a la vera de un puentecillo de piedra.

San Pedro del Romeral, Vega del Pas y San Roque de Riomiera son las Tres Villas Pasiegas, corazón de la comarca. Entre San Roque y su nacimiento, el Miera discurre por un viejo valle glaciar. Al llegar a su circo, la carretera se encarama serpenteante en un reptar imposible hasta el Portillo de Lunada, puerto que se abre a tierras burgalesas.

La nada que llena el vacío corta, no ya la respiración, sino la circulación de sangre por las venas. Pero la armonía de las formas, los colores del tapiz y el sonido del viento nos hipnotizan hasta alcanzar la cumbre.

COLLADOS DEL ASÓN: UNA DESPEDIDA INOLVIDABLE

Volvemos a Cantabria por el puerto de Sía, desde donde se tiene una espectacular vista de Soba y del Parque Collados del Asón. El mirador de La Gándara, suspendido a 300 m, nos sitúa frente a la cascada en abanico que forma el río Gándara. Es la antesala de otro salto, el Caliagua, el nacimiento del río Asón, una cola de caballo de 70 m que se lanza sin miramientos antes de colarse por un cañón. Dos miradores la contemplan, pero hay otra manera de disfrutarla: caminar hasta situarse a sus pies. Es un largo pero fácil sendero por el que, con suerte, quizás nos encontremos con una anjana, hada bondadosa ligada a los manantiales. Poco conocido, el valle de Soba es el colofón perfecto antes de regresar a Santander. O, ¿por qué no?, continuar viaje por otras sendas del Cantábrico.

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