En tu viaje te entrevistas a menudo con cronistas y escritores que enriquecen el relato con sus conocimientos de primera mano. ¿Podrían considerarse los auténticos personajes del libro?
Hay libros que no se planifican apenas, y éste es uno de ellos. Pocos días antes de emprender el viaje me cité con varias personas a las que pensaba ir entrevistando a lo largo del camino. Pretendía que me dieran alguna información y, como mucho, hacerles aparecer de “extras” en el libro. Pero no se resignaron a ese papel y acabaron transformándose en verdaderos personajes de novela. El caso más notorio es el de Manuel Moya, de Fuenteheridos, que parece casi un personaje de Stevenson.
Solana del Pino figura en tu podio particular de pueblos aislados. No conociste a Marcos Rodríguez, el niño criado por lobos al morir el pastor que lo cuidaba, pero sí a gente que llegó a tratarle…
La historia de Marcos Rodríguez, que fue criado por lobos como el Mowgli de Kipling, es absolutamente fascinante. Y es también fascinante que ocurriera en nuestra época, en Sierra Morena, y que este hombre siga viviendo entre nosotros, en Galicia. Habiendo conocido tan de cerca a las dos especies, al Homo sapiens y al Canis lupus, afirma que los lobos son más nobles que las personas. Tuve un testimonio de primera mano sobre su forma de ser y de comportarse gracias a Alejandro López Andrada, quien lo ha tratado en varias ocasiones.
Alejandro López Andrada te dice que un poeta tiene el poder de revelarnos el espíritu de un lugar. ¿Experimentaste eso en su compañía?
Sin duda, y por eso fui en su búsqueda. Un viajero es siempre un ave de paso, no se detiene lo bastante en los lugares que recorre para llegar a captar su esencia, su espíritu. Si hay alguien que nos puede permitir acercarnos a esa esencia, es un poeta, ya sea a través de sus libros o de su persona. No es lo mismo visitar Galicia si se ha leído a Cunqueiro. En caso de que mi libro haya llegado a captar algo más que una mera sucesión de estampas del norte de Córdoba, habrá sido gracias a lo que Andrada me hizo ver y sentir cuando caminé junto a él por aquellos parajes.
Alejandro también afirma que cuando uno escribe es porque realmente necesita expresar algo. ¿Qué deseabas compartir tú con La frontera interior?
Varias cosas. No creo ser chovinista, pero siento particular cariño por este país en el que hemos nacido y en el que nos hemos criado, y quería transmitirlo a través de la escritura. Hablo de su paisaje, de sus pobladores, de la historia, de la comida. También hay una idea que he perseguido en varios libros y que intento aplicar en la vida cotidiana: lo muy cercano puede resultar tan fascinante como lo exótico, la aventura puede sucedernos en cualquier lugar.
El título de tu libro gana fuerza cuanto más nos adentramos en él. Avanzas en zigzag por una tierra que separó a musulmanes y cristianos, a Andalucía de la Meseta, también a los contendientes de la Guerra Civil. ¿Cómo surgió la idea de ese título?
Decidir un título, a veces, no resulta nada fácil. Barajé muchas opciones para este libro, y lo presenté provisionalmente al premio Eurostars como La montaña en invierno. Pero no me terminaba de convencer, era demasiado circunstancial y equívoco. Cuando le pasé la lista de títulos que había sopesado a la editorial, ellos me hicieron reparar en uno que inicialmente había desdeñado: La frontera interior. Me pareció increíble no haberme fijado antes en su fuerza y multiplicidad de sentidos. Una rápida encuesta a varias decenas de amigos me hizo inclinarme definitivamente por él.
La finca cinegética de La Garganta, el mayor latifundio de España, propiedad del duque de Westminster, ¿podría hacer pensar en la película Los santos inocentes?
Tal vez subsista en algún rincón de España el ambiente de opresión y sumisión que recoge esa película, pero creo que, por fortuna, aquella diferencia tan abismal entre clases sociales ya se ha suavizado, al menos en Occidente. Siguen existiendo ricos y pobres, pero no siervos stricto sensu. La gente que trabaja en La Garganta tiene su sueldo, sus horarios y su vida independiente. Por otro lado, ese latifundio, dedicado sólo a la caza e impenetrable para el común de los mortales, es algo impresionante. Hace poco estuve en Valencia, con motivo de las fallas, y me sobrecogió pensar que La Garganta tiene las dimensiones de esa ciudad.
Veraneabas de niño en Córdoba y evocas tus baños en el Guadiato. ¿Qué sentiste al retornar al espacio más familiar para ti de toda la ruta?
Nunca es lo mismo viajar por un lugar que se conoce que por otro que se visita por primera vez. Sin embargo, cuando hice este viaje adopté en cierto modo otra personalidad, la de ese hipotético viajero anglosajón que surca lugares exóticos, y eso en cierto modo me permitió ver el territorio como si no lo conociera. Podría haber avisado a mis primos o a algunos amigos de Córdoba de que estaba pasando por allí, pero preferí no hacerlo: eso podría haber roto la magia, el estado mental de “extranjero” que había alcanzado tras varios días en ruta.
¿Que tu padre falleciera justo al día siguiente de retornar de este viaje le otorgó un significado especial?
No cabe duda. He dedicado el libro a mi padre porque está muy ligado a él. Cuando yo era niño vivíamos en Barcelona, pero somos oriundos de Córdoba y, cuando bajábamos allí, mi padre nos llevaba a mis primos y a mí a Sierra Morena, a un lugar junto al río Guadiato que habíamos bautizado como “el Campo Salvaje”. También, gracias a que mi padre me dio su coche (ya que, por la edad, había dejado de conducir), dispuse de un vehículo para hacer este viaje sin dejar “desmotorizados” a mi mujer y mis hijos. Para cerrar el círculo, mi padre murió en cuanto regresé de Sierra Morena. Si hubiese fallecido unos días antes, habrían quedado abortados tanto el viaje como el libro. Quizá me esperó… Lamento que no llegara a leer La frontera interior, le habría gustado.
Visitas en tu itinerario centros de culto milenarios o “lugares de poder”. Se diría que la antigua mezquita de Almonaster la Real es el espacio que te transmitió más felicidad…
Creo que nos pasa a todos, lo de sentir la espiritualidad, por así llamarla, de determinados lugares, lugares situados al margen del tráfago cotidiano de nuestras vidas. Puede tratarse de un desierto, de la cumbre de una montaña o de un templo. Cuando visité la mezquita de Almonaster la Real junto a Manuel Moya, ambos nos vimos arrebatados por una especie de sentimiento místico. Quizá tuviera que ver con la espléndida mañana de invierno que nos envolvía, con los pájaros que piaban alrededor, con el nivel de compenetración alcanzado en la conversación. Fue un momento de especial felicidad, y creo que eso se refleja en el libro.
Los escritores somos guardianes de la memoria y también de la conciencia”, te dice Manuel Moya, ese escritor de nombre asombrosamente parecido al tuyo. Para mí tu libro logra ambas cosas, y las rubrica con ese final protagonizado por Miguel Hernández y las víctimas inocentes de la Guerra Civil. ¿Era uno de tus objetivos?
No, no se encontraba realmente entre mis objetivos, aunque el libro haya terminado siendo, en efecto, un depósito de la memoria, de acontecimientos olvidados de nuestro pasado. De hecho, ni siquiera pensaba que la Historia –como explicación y reflejo de lo que somos– fuese a tener tanto peso en el libro. Es algo que fue surgiendo sobre la marcha. El azar del viaje no sólo dictó el argumento del libro, sino incluso su enfoque, su tono. Creo que en el arte –y yo he concebido este libro como obra de arte, otra cosa es que lo haya conseguido– es muy importante el azar, la improvisación; que los mejores libros son aquellos que menos se planifican. Quizá por ello esté particularmente satisfecho con La frontera interior, porque fue un libro que apenas planeé, fue un libro que, simplemente, ocurrió.
¿Por qué viajamos?
Siempre me he preguntado por qué el hecho de viajar, aunque sea a un destino cercano, nos llena de una especie de felicidad. Puede deberse a que, al vernos rodeados de cosas nuevas, regresamos temporalmente a la infancia, a una época de nuestra vida en la que todo era descubrimiento y fascinación.